viernes, 13 de enero de 2012

Hechizo de Verano

Lucienne es pelirroja. Su cabello es su mayor belleza. Largo hasta las caderas, ligeramente ondulado. El sol enciende una hoguera como el fuego de los bosques de arces en otoño. Lo lleva recogido en una gruesa trenza. Sus ojos son del color de la avellana y brillan como oro viejo cuando les da la luz.
El verano hacía cantar las chicharras y en lo mas umbrío del bosque había un pequeño estanque iluminado por un rayo de sol que atravesaba las copas apretadas de los árboles. Era como un espejo enmarcado en el musgo de las rocas que lo rodeaban. Solo una pequeña playa de arena oscura se adentraba en sus aguas oscureciendo el fondo.
En las horas de mas calor Lucienne escapaba hasta allí dejando a su maestro sestear después de la comida.
El agua estaba deliciosamente fresca. Se sentía segura en aquel lugar, alejado de cualquier camino, senda o trocha.
Aquella tarde se encaminó entre ensoñaciones a su rincón privado, su paraíso particular. Iba por el camino cantando una cancioncilla inventada, unas palabras que expresaban sus anhelos, anhelos de amor y pasión. Los sonidos del bosque ponían el contrapunto a esta música, la música de su alma en aquella tarde de verano.
Las palabras y los deseos fueron tejiendo una red de hechizos a su alrededor. El bosque oía su necesidad y se apresuraba a complacer aquel deseo que lo estaba perturbando también.

Lejos de aquel umbroso frenesí, un joven noble, desafiando todo consejo y prudencia, desafiando el calor, salió a cabalgar, tal vez a cazar. Su corazón estaba inflamado, encendido de ira y deseo. Deseo por unos ojos crueles que lo tenían hechizado, ira por la traición de un amigo que había hecho suyos esos ojos y a su dueña.
Imogen y Alaric. Alaric e Imogen.
Azuzó a su caballo y se lanzó en una loca carrera cruzando prados, saltando vallas, alejándose de su juvenil orgullo herido.

Una inusitada urgencia le hizo llegar corriendo, pero ni siquiera la carrera robó aliento a las palabras que, naciendo en su corazón y rozando su alma, salían por sus labios.
Qué sabía ella sobre el amor y el deseo? Nada, nada en absoluto. Conocía el sexo en tanto como teoría, sus estudios le habían enseñado la mecánica de la reproducción y las partes implicadas en ella. Conocía la teoría, pero, qué sabía del amor? Su maestro en toda su sabiduría se negaba a explicárselo, aduciendo que solo la experiencia lleva al reconocimiento.
Llegó al estanque con las mejillas encendidas, los ojos brillantes y la boca seca. Por el camino habían ido cayendo una tras otra las cadenas que sujetaban su cuerpo. Desnuda llegaba a aquel lugar mágico para su ignorancia.

Imogen y Alaric. Alaric e Imogen.
El caballo trastabilló y lo sacó de la rueda de pensamientos, ira y deseo, deseo e ira. Imogen y Alaric. Alaric e Imogen. Disminuyó el galope y se encaminó a las acogedoras sombras del bosque, a su atrayente frescura.
Si no recordaba mal, más adelante, casi en el corazón del bosque había un estanque. Sonrió. El estanque de las náyades. Recordaba, cuando niño, las veces que se había internado en el bosque contraviniendo las órdenes de su padre para permanecer durante horas agazapado cerca del estanque esperando ver a una de las náyades que, se decía, lo habitaban. Aquellos espíritus acuáticos femeninos, de cuerpos desnudos eran reclamo suficiente para afrontar los castigos prometidos por desobedecer. Alaric y él pasaban horas muertas esperando, mirando las luces y brillos en la superficie espejeante. Pero nunca habían visto ningún espíritu, ningún ser fantástico.
Se internó en el bosque, llevando a su caballo de la brida, canturreando inconsciente una cancioncilla que había escuchado a un leñador y que decían que servía para atraer a las náyades que, además de ser famosas por su belleza , lo eran también por el hechizo de su voz.

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